29/10/2024
LA SERRANITA QUE QUERIA SER MODELO
Cuando en las noches bajaba del metro, en la estación La Cultura, veía a Nelly Quispe, una joven, de fuertes facciones andinas, abundante cabello negro y lacio. Tenía un pequeño kiosko de madera donde vendía audífonos, repuestos de celulares y otros accesorios. (Además de deliciosas tejas rellenas. “Preparadas por mis lindas manos, caballero” decía.) Me acuerdo y sonrío, parecía una muñequita, siempre bien arregladita, discretamente maquillada y, como buena comerciante, muy amable con los clientes. Creo, sin temor a equivocarme, que muchos se decidían a comprar no por la buena calidad de los productos sino por la simpatía de la vendedora o se acercaban sólo para hacerle conversación.
Sí, así pasó conmigo.
(“Ta buena la flaca” diría después el lenguaraz de mi primo Walter una vez que cometí la tontuna de presentarlos. Yo me reí divertido tratando de disimular ciertos puntitos de celos…)
Siempre he sido pésimo para calcular la edad de las personas; no debía tener más de diecinueve o veinte años. Muy hermosa –creo haberlo dicho- y, naturalmente, la rondaban los inevitables moscardones y –hombre al fín- yo entre ellos. yo entre ellos,lo admito.
Bueno, bueno… es un decir. En realidad, me contentaba con observarla discretamente o, admirarla, a veces veces de lejos, mirándola fíjamente sin incomodar. Después de todo ¿para que nos ha dado ojos Dios sino es para apreciar las cosas bellas de este mundo?
Les parecerá una exageración, pero nos alegraba el día, mejor dicho, la noche. Llegar de la rutina del trabajo a la estación y verla, siempre atenta y comedida, de alguna forma nos compensaba de los sinsabores del trabajo. Y así se iba desenvolviendo el tiempo…
Ocurrió que dejamos de verla unas semanas. Nadie daba razón de la muchacha, todo eran especulaciones (que se había fugado con el novio, que estaba embarazada o internada en un hospital etc) y la jovencita que la ayudaba en las ventas –prima suya- se mostraba evasiva cuando preguntaban. Al fin reapareció… pero… ¿qué le habían hecho a la chica?
El hermoso cabello negro ahora lucía ondulado y con rayitos dorados. Su faz, antes trigueña, ahora era blanca. Las hermosas pestañas negras, rectas, que vibraban como mariposas cuando hablaba, ahora eran grandes y espesas como de camello.
¿Qué pasó con la linda serranita? Ahora parecía una chica anodina, común, casi una blanquita y seguro que también olvidó su quechua ayacuchano. No pude evitar pensar: “Finalmente Lima la asimiló.
¡Ay serranita!”
II
A veces conversábamos. En algún momento contó que, estaba comenzando a recibir clases de modelaje en un reconocido instituto del centro de Lima.
— Ah, qué bien.
— Sí, mi enamorado me convenció. Dice que soy muy hermosa y podría destacar en esto.
Y con una sonrisa, agrega:
— Y ganar mucho dinero, claro está.
— ¿Y tus clases en San Marcos? –ella estudiaba Educación.
— He dejado este ciclo, mientras ordeno mi vida. Quizás lo deje definitivamente.
— Ay Nelly.
A pesar del énfasis con que habla percibo cierta inseguridad en su tono de voz. ¿Dudas y temores? ¡Sí!. Lo he visto antes, claro, pero seguro que la joven no lo admitiría publicamente.
— Bueno, sí es lo que quieres hacer, sigue adelante –lo digo con aparente jovialidad, por compromiso, no por que lo crea realmente, pero tan pronto lo digo, me siento incómodo, como un traidor. No es lo que pienso realmente.
¡Cierto! no llegaría al extremo de decir que toda modelo es una mujer liviana… pero en fin.
Meses después, cuando teniamos algo más de confianza, me volvió a preguntar. Juro que traté de ser lo más delicado posible, diplomático, se dice. Podría haberme evitado el esfuerzo. Se lo tomó a mal. No me dijo nada pero se le llenaron los ojos de lágrimas –todos nos miraban y yo me sentía como un miserable- se levantó y se marchó, dejándome hablando solo en la cafetería de San Marcos.
— ¡Ni que fuera una zorra!
— Pero Nelly… -intenté tranquilizarla.
— ¡Vete a la mi**da!
Y ese fue el final de todo el asunto. Volvió a desaparecer. Debió haberse enojado mucho porque me bloquéo en sus redes sociales y cuando la llamaba al celular, no contestaba.
Esto fue a comienzos del 2015. Así pasaron meses –hasta medio año- sin saber de ella y ya temía lo peor, cuando una noche, bastante tarde, me llamó.
— Aló Eduardo… soy yo, Nelly.
Pensé: “para que me llame después de meses y a medianoche…”
— Hola ¿cómo estas?… a los tiempos.
Me emocionó volver a saber de ella. Y su tono de voz, abatido, es sintomático. Después de una pausa, agrega, con su tono más dulce, como quien se acuerda de algo.
— ¿Sigues molesto conmigo?
— ¿Ah? ¡Para nada amiga! –con una risita alegre- Yo nunca podría estar molesto contigo.
— Gracias.
— ¿Ocurre algo?, ¿todo está bien?
— Puedes… –ahora sí, tartamudeando- ¿podemos vernos mañana en la noche?
Soy un maniático de los horarios. Andaba muy medido de tiempo. Estaba atiborrado de trabajos urgentes por entregar y además…
— Sí, claro ¿dónde?
— Hummm en la estación Angamos del metro, a las nueve de la noche. Necesito hablar con alguién… ¿Puede ser? ¿no te incomodo?
— Para nada, me dará mucho gusto volver a verte.
— Sí, gracias… hay tantas cosas que te quiero contar.
Estoy curtido y con experiencia de vida, ya lo dije. No he nacido ayer. Imaginaba que se había metido en un lío o estaba en problemas y necesitaba mi ayuda o tan solo, quién sabe, conversar con alguién. Alguna vez me lo dijo, en un rapto de franqueza “Me siento comoda hablando contigo, como si fueras mi hermano mayor… o mi papá”.
— Gracias por lo que me toca.
— Ja ja
Cuando llegué a la estación ella ya estaba allí. Apenas la ví, me quedé con la boca abierta. Estaba bellísima, exactamente como antes de su transformación a ciudadana limeña ¿se podrá decir así?
No le digo nada, claro. “Escucha lo que tenga que decir, no preguntes ni juzgues. Trata de entenderla”.
III
Estamos en un elegante chifa de la avenida San Carlos. En algún momento de la conversación, lo deja salir:
— ¿Sabes qué?
— Sí, dime.
— Tenías razón, Lalo. Esa vida y esa carrera –el modelaje- no era para mí, así que lo dejé y de paso a Miguel, mi novio. Era un interesado y un mal hombre…
Después de un momento de vacilación, endurece el tono, agrega con enojo.
— Tenía su compromiso, hasta una hija pequeña; felizmente me enteré a tiempo.
— Vaya -con toda mi experiencia me siento incómodo. No sé que decir. Sé que los de mi género podemos actuar mal… me pasó a mí alguna vez.
Me mira fijamente, como escarbándome la conciencia. Después de una pausa agrega.
— Aunque tú no lo creas, yo también pienso en estas cosas. En lo que me dijiste esa vez. Una tarde me ví frente al espejo y entonces me di cuenta –se le quiebra la voz- Esta cara blanca por el maquillaje, estos ojos verdes por los lentes de contacto, estas pestañas postizas, no era yo. Soy una chola, una serrana, ¡Ayacuchana, a mucha honra!. De pronto me di cuenta que estaba convirtiéndome en lo que no soy. Me miré al espejo y me puse a llorar. El reflejo era el de una desconocida.
Quedamos un momento en silencio. Me toma de sorpresa, no pensaba escuchar esa confesión.
— Tienes que hacer lo que te agrade, claro –le digo por comentar algo.
Me mira y ahora sus ojos parecen brillar con una chispa de malicia. Con una semisonrisa, agitando su largo cabello en trenzas, con coquetería.
— Bien. ¿Te gusta lo que ves?
— Estás bellísima.
— Gracias, amigo. Vuelvo a ser la serranita que era antes.
— Ay Nelly –todo sonrojado- Yo no he dicho eso. Sé lo que tu quieras ser.
Me toma de la mano, trenzando sus dedos con los míos –siento como una corriente eléctrica y que sus manos me queman- y suelta una parrafada en quechua del que sólo entendí la palabra sonqoy. Antes que pregunte, lo traduce.
— Estoy muy agradecida de que seas mi amigo. Te lo digo de todo corazón.
— Gracias, igualmente.
La veo vacilando, dudando en contarlo.
— ¿Sí? –la ayudo.
— He retomado mis clases en San Marcos.
— Ah que bien –con un suspiro de alivio
— Dejé las sesiones de aerobicos y de capoeira en el gimnasio.
— ¿Ah? ¿Capoeira? –pregunto aparentemente intrigado, como si no supera que es. (“Debí haber sido actor” pensé después con algo de vanidad)
Una pregunta innecesaria –por supuesto- sé lo que es, pero me encanta el sonido de su voz. Un acento serrano –arrastrando las erres- que seduce. La estaría escuchando todo el día.
— Sí, es una danza brasileña, como un arte marcial, muy popular en los gimnasios de Lima ahora.
Parece que quiere agregar algo más. Abre la boca, pero se queda callada. Me mira y sonríe discretamente pensando quién sabe en qué. Después me diría “Eres un hombre inteligente, estaba segura de que sabías de que se trataba el capoeira. Un pretexto para hacerme hablar, yo me daba cuenta”.
— ¿Y qué hiciste entonces?
— Yo nací y me crié libre, en el campo, en mi Ayacucho natal, en Huancasancos, así que ahora en las mañanas, a las cinco, salgo a trotar al aire libre, con unas amigas, sintiendo el viento golpeando en mi cara, respirando a pleno pulmón en el estadio de San Juan de Lurigancho. Ver gente de todas las edades corriendo también es estimulante.
— Sí, me lo imagino.
Y agregó.
— Deberías salir a correr conmigo alguna vez, Lalo.
— Sería agradable, claro. (Y eso fue lo que hice)
Después de una pausa, añade con énfasis.
— Yo soy serrana no brasileña, así que me matriculé en un curso de danzas folkloricas, que siempre quise aprender, de niña.
— Suena interesante..
— Y divertido, además. Mis amigas dicen que bailo bien.
Nelly es de esas pocas personas que todo lo hace bien. Esto, aunado a su carisma…
— ¿En donde?, me da curiosidad.
— En la casona de San Marcos. En el parque Universitario. Deberias venir a verme ensayar.
— Claro, Nelly, ¿por qué no?
Y eso fue lo que hice, en varias oportunidades. Me agradaba verla; parecía una niña feliz mientras bailaba un Huaylas antiguo o alguna otra danza ayacuchana. Terminando, ella siempre de mi brazo, íbamos a la tradicional panadería de Los Huérfanos del jirón Azángaro.
— Es un local antiguo, de mucha historia –le dije la primera vez que fuimos.
— Sí, se nota.
— Esta panadería aparece en cuentos y novelas. A este lugar asistían escritores y poetas de San Marcos. Hasta políticos importantes de antaño –no lo puedo evitar, sé que mi tono suena pedante, como un profesor con su alumna.
Ella se ríe.
— Me agrada salir contigo chico. Siempre aprendo algo nuevo –apretando dulcemente mi mano entre las suyas.
— A mi también me gusta estar contigo –siento que me tiembla la voz, pero no es el temor o la vergüenza, es el deseo.
Tiempo después contaría que sus compañeras preguntaron.
— Ese caballero alto que a veces viene a verte ¿es tu enamorado?
— Naaaa ¡qué ocurrencia!, es un admirador.
— Es mayor que tú. ¿Seguro que no es tu novio?
— Claro que no –y toda arrebolada- ¡Todavía no!
LA CARTA
En realidad, el detonante, lo que me hizo reaccionar y volver en sí como quien despierta de un mal sueño fue una larga carta de mamá.
Mi progenitora –Julia Titto Quispe - nunca quiso venir a Lima y no aprendió a leer y escribir, pero, como la bisabuela, conocía todo lo que debía saberse sobre el cultivo de papa, maíz, camote y las benditas plantas que el amor de Dios ha creado para sustento de los hombres. Cuando alguna vez le insistí para que se mude a vivir conmigo en la capital, me respondió “¿Cómo podría dejar mis animalitos y la tierra que cultivaron mis abuelos y los abuelos de mis abuelos? ¿Cómo podría dejar mis ríos y cerros, mi campo?”. Se le humedecieron los ojos como siempre que tenía una gran emoción.
Oyéndola hablar así me hacía recordar los diálogos en los cuentos de José María Arguedas que leí en secundaria.
Según la idea de mi progenitor, yo no debía estudiar, eso estaba bien para mis hermanos, no para mí. Debía casarme a los quince años con algún buen muchacho de la comarca, tener hijos y ayudar a cultivar la tierra, como hicieron mis ancestros por siglos. Pero yo quería ir a la escuela, aprender a leer y escribir como Marcos, Venancio o el primito Casimiro…
Por una vez madre se mostró inflexible con papá –ella que nunca lo contradecía- empeñándose en que eso no fuera así. Le costó trabajo convencerlo. “Fueron días difíciles” me contaría en algún momento. “Padre podía ser muy terco a veces”.
Sería –pero eso lo supe años después- un motivo más de desavenencia entre ellos.
Literalmente, desde que mi papá la abandonó, con tres hijos pequeños todavía, para irse con otra mujer, se rompíó el alma trabajando en la chacra para vestirnos, mandarnos a la escuela y darnos de comer; pero nunca la oí quejarse por ello.
La carta –como todas las anteriores- la dictó mamá y la escribió Antonio, mi hermano menor en quinto de secundaria, lo reconocí por la letra. Madre nunca se acostumbró al uso del internet y los celulares. “Soy a la costumbre antigua” diría alguna vez.
Entre otras cosas decía que toda la familia se sentía orgullosa de que estuviera estudiando en San Marcos, en Lima, para convertirme en una “buena y linda maestra”. Y decía otras cosas que –por lo personales- omito aquí.
Sentí como resbalaban las lágrimas por mis mejillas cuando llegué al párrafo:
“Nunca olvides tus raices, hija mía, tu quechua. Como yo, como todos nosotros, eres serrana, levanta la cabeza con orgullo. Recuerda siempre que por tus venas corre la sangre de la aguerrida nación chanca”.
Entonces corrí al espejo y comencé a llorar a lágrima viva al ver en lo que me estaba convirtiendo. “¡Parezco una puta!”. No me gustaba la imagen reflejada. Me acordé de Eduardo; él me lo había advertido, con delicadeza “Esa carrera puede traerte muchos sinsabores y dolores de cabeza, Nelly. Tienes que ser prudente y tener mucho cuidado”. Tenía razón. Yo sabía a que se refería. Dos chicas que empezaron conmigo –provincianas muy hermosas- terminaron mal, una como dama de compañía y la otra poco menos que actriz de videos p***o para adultos. Por eso varias nos retiramos.
He pensado mucho en él en estos días. Es un buen hombre y parece que de verdad me quiere, para decirme lo que otros callarían. Sí, fue valiente al decirme esas cosas, a sabiendas de que podría reaccionar mal, como en efecto sucedió.
AYACUCHO
Un año después, cuando ya eramos pareja y yo me sentía el hombre más feliz de la Tierra, fuimos a Ayacucho, a conocer a su familia. Una insistencia sospechosa, la verdad. ¿Quizás por ver si me animo a pedir la mano de la muchacha?
Al principio puse mil y una excusas: tenía trabajos por entregar, cierto –soy diseñador de interiores- el mercado, gracias al boom inmobiliario, estaba bueno, “es la época de las vacas gordas” y había que aprovechar ese chorro de dinero. Sea como fuere, no resistí mucho. Amo a Nelly. Haría lo que sea por ella.
Acomodé mis horarios, trabajé horas extras para terminar los trabajos más urgentes y partimos a la sierra. Sería toda una experiencia.
Durante el trayecto me advirtió –una vez más- mientras el ómnibus trepaba la cordillera.
— Recuerda mi amor. Tienes que ser paciente con mi mamá y sobretodo con la abuelita. A veces es terca, por la edad. Y como es un poco sorda, tienes que levantar la voz.
— Está bien. No te preocupes.
Por supuesto, mi adorada novia les había escrito días antes anunciándoles que íbamos a visitarles.
— Me da curiosidad, ¿cómo me presentaste?
— Como mi novio –toda sonrojada- ¿hice bien?
— Por supuesto que sí, querida.
Cuando llegamos muy de mañana a Huancasancos, que, por su aspecto, casi no había cambiado en los últimos cincuenta años o mas, (de alguna forma me recordaba Santa Cruz de Ucro, el caserío donde viví de niño) le dije, en plan de broma.
— Bien mi amor, ¡nos llegó la hora! –con mi voz más solemne.
— ¿De subir al cadalso? Ja ja
Caminando bajo un alegre sol serrano, aspirando el aroma de la tierra seca y los árboles frutales, llegamos a una modesta vivienda de adobe y madera al final de una callecita empedrada. Allí conocí a la señora Carmen –mamá de Nelly- y Mamá Sara, la abuelita. Sus hermanos estaban en el campo y no volverían hasta la noche. Las dos me abrazaron como si fuera un viejo familiar o un amigo muy querido. Fueron tan amables, tan hospitalarias que ya me parecía sospechoso, como una emboscada “¿Por ver si me caso con la joven?”. Bueno, bueno… no me desagrada la idea, lo había pensado en algún momento.
Después de dejar nuestras cosas y conversar buen rato, doña Carmen –debe tener cuarenta pero parece de cincuenta años o más- le dice:
— Llévalo a conocer el lugar.
Estamos por el campo tomados de la mano cuando, de pronto, Nelly se suelta y comienza a correr por los prados, dando vueltas, con los brazos extendidos, gritando feliz, como una niña. Parece que va a alzar el vuelo. Me río divertido.
— ¡Ven! mi amor -me llama desde lejos agitando los brazos como aspas.
— ¿Qué?
— ¡Corre conmigo! -grita
A mi edad, tengo treinta años, ¿y correr por el campo? No suena muy maduro, además los campesinos de los alrededores podrían vernos… ¡A la mi**da! De pronto estoy corriendo al lado de ella. En algún momento le grito:
— A que te tumbo china
— ¡Jamás!, ¡jamás!
Tiene su velocidad, corre como el viento, como un venado por el monte; por fin la alcanzo ¿o se deja alcanzar?. La abrazo y nos tumbamos en el pasto, riéndo y besándonos con boca, dientes, lengua. Estamos en una especie de hondonada y no se ve un alma en los alrededores…
— Ven mi amor –me atrae amorosa hacia su cuerpo.
Es hermosa y tan buena. La tengo fuertemente estrechada, le comienzo a acariciar los senos y besar los pezones. Con los ojos entrecerrados, sus pestañas tiemblan como mariposas, me susurra palabras de amor en quechua mientras me mordisquea el lóbulo de la oreja; su aliento cálido me excita cuando, de pronto –se ha puesto pálida- me aparta con violencia y se inclina a vomitar.
— ¿Estas mal? –pregunto estupidamente
— Debe ser algo que comí en el viaje –toda sonrojada mientras se enjuaga la boca y toma un gran sorbo de agua de la botella- Vayamos a la casa ¿sí?
Me muerdo la lengua para no decirle “Te dije que no comieras esos panes con queso fresco”
La miro con curiosidad. Tengo una sospecha ¿Y ese extraño brillo en los ojos?
— Nelly, querida… ¿no estarás embarazada?
— No lo sé, mi amor, la última vez no nos cuidamos.
— Hummmm
Como descubrimos después, no fue algo que comió, sino Marcelita, nuestra primera hija. (Sí, no lo sabía entonces. Llegariamos a tener cuatro hijas, todas hermosas como la mamá)
LUCANAMARCA
“Lucanamarca es una comunidad campesina relativamente cercana a Huanca Sancos, Ayacucho; región asolada por la violencia demencial de las hordas de Abimael Guzmán en los 80s.
El 3 de abril de 1983 una columna de, al menos, setenta terroristas de Sendero Luminoso (armados de machetes, hachas, cuchillos y armas de fuego) entraron al distrito de Santiago de Lucanamarca, congregaron a los pobladores en la plaza del pueblo y dieron cruel muerte a sesenta y nueve personas (entre ellos veintidos niños y catorce mujeres). Algunos fueron quemados con kerosene –vivos todavía-, otros murieron a hachazos, contaron los sobrevivientes”.
Es, en apretado resumen, lo que sucedió aquel fatídico día. Por supuesto fue muy diferente para los que lo vivieron en su momento.
Es de noche, la luz está apagada y estamos congregados, sentados alrededor del fogón, comiendo cancha y queso. “Es una muestra de hospitalidad mi amor –dice Nelly- recibe y come todo lo que te den ¿sí?”.
Después de referir anécdotas de la vida en el campo, todos se quedan callados cuando empieza a hablar la abuelita. En realidad, fue a raiz de un comentario mío.
— Suerte que ustedes no vivieron lo ocurrido en Lucanamarca, en los 80s.
Se hace un profundo silencio y yo siento que he metido la pata.
— Yo sí –habla la abuelita.
— ¡Mamá! –la interrumpe doña Carmen.
“Yo no lo viví -prosigue la anciana- tenía cuarenta años entonces y estaba en la chacra cuando todo eso sucedió… pero mis padres y abuelos si lo sufrieron. Marcos, mi papá, sobrevivió a todo eso. Él tenía sesenta años entonces pero lo recordaba como si hubiera sido ayer. Sólo lo contó una vez; la verdad, no le gustaba hablar de eso. Y yo no lo contaría ahora, pero está bien. Es parte de nuestra historia familiar”.
Nelly, mi mujer -sí, así puedo decirle ahora- trenzó sus dedos con los míos, la mirada brillante; es también la primera vez que lo escucha.
“Los senderistas entraron al pueblo llenos de cólera. Venían a castigarnos; a vengarse. Estaban molestos porque habiamos recibido amistosamente y alimentado, días antes, a un grupo de soldados y policías.
Entre los terroristas había dos o tres encapuchados. Mi padre sería campesino y analfabeto pero no era opa, se dio cuenta de las cosas: los enmascarados eran gente del mismo lugar o de los caseríos vecinos, a los que conociamos quizás de toda la vida. “El enemigo está entre nosotros”, pensó.
Y la anciana siguió relatando lo que alguna vez había oido referir a su progenitor y lo que ella vio al volver, ese atardecer. Detalles que yo omito por no hacer muy largo este relato.
Nelly estaba muda, sobrecogida, cuando las lágrimas comenzaron a descender de sus ojos. Había escuchado vagas historias que parecían tan lejanas en el tiempo.
— Perdimos a varios familiares ese día. Yo a mis hermanos y abuelos. Por eso dejamos Lucanamarca y nos vinimos a vivir aquí.
En esta parte del relato, una emocionada Nelly sostiene una larga conversación en quechua con su mamá y la abuelita.
— Estas son las cosas que sucedieron y que tú debes saber -concluye Mamá Sara y después de una pausa, agrega- con más razón ahora que vas a ser madre.
— ¿Ah? –exclama sorprendida
La anciana se ríe de buen humor.
— Creeras que estoy tan vieja que no se reconocer a una mujer embarazada.
Y dirigiéndose a mí me habló en quechua, emocionada. Doña Carmen tradujo:
“Usted parece ser un buen hombre, lo saqué ahí mismo. Se le nota en la mirada. Es la ventaja de los viejos, joven, basta un gesto, una actitud, una palabra para conocer a la gente. Cuide bien de mi nieta. Estoy seguro que la hará muy feliz”
En este momento Nelly se pone de pie, turbada, abraza a la anciana y se pone a llorar.
…
Al día siguiente, con Nelly, su mamá y la abuelita vamos a la pequeña plaza de Lucanamarca donde hay una escultura, en forma de pirámide, que recuerda la tragedia y depositamos una corona de flores.
Tomada de mi brazo, me dice:
— A su debido momento se lo contaré a nuestros hijos, mi amor.
— Por supuesto que sí, Nelly.
Y eso fue lo que hizo.