29/06/2025
Seguir sin certezas
Por Dr. Luis Alberto Ochoa Gutiérrez
Seguir un camino sin saber dónde acaba —eso, quizá, es lo más parecido a ser médico.
No hay brújula más incierta que la del alma humana, y sin embargo, ahí vamos: caminando entre signos vitales y silencios, entre diagnósticos que nombran el dolor y esperas que no saben cuándo termina el miedo.
Uno aprende a curar órganos, pero no siempre sabe cómo cuidar espíritus.
Y lo que nadie enseña —ni en los libros, ni en las guardias, ni en los congresos— es cómo enfrentar la incertidumbre moral que nace cuando el mayor enemigo del paciente no es su enfermedad… sino la indiferencia de quienes debieron protegerlo.
A veces me sorprendo preguntándome —no sin un n**o en el pecho— en qué momento nos dejamos arrebatar la conmoción.
¿En qué instante preciso el sufrimiento ajeno dejó de herirnos?
¿En qué rincón del hospital quedó olvidada la compasión?
He visto morir equipos en hospitales más rápido que pacientes.
He visto la gestión volverse excusa.
He visto al protocolo matar la urgencia, y a la burocracia sustituir la compasión por el trámite.
Pero lo que más duele no es la pérdida de máquinas. Es la pérdida de humanidad.
Qué desgarrador es ver cómo ayudar se vuelve una rareza.
Cómo el que actúa es sospechoso, el que siente es ingenuo, el que insiste es molesto.
Cómo la medicina se va llenando de tecnicismo y vaciando de alma.
Y, sin embargo, aquí estoy.
Sin certezas, pero con fe.
Con las manos marcadas por años de servicio, pero aún dispuestas a sostener.
Porque yo todavía creo en el médico que no ha olvidado llorar.
En el que se mancha las manos, no solo con sangre, sino con esperanza.
En el que, como decía Osler, ve en cada paciente no una patología, sino una historia.
Un espejo. Una plegaria.
Osler nos recordó que “la medicina es una ciencia de la incertidumbre y un arte de la probabilidad”.
Hoy vivimos la certeza de la desidia y la improbabilidad del compromiso.
Pero yo elijo resistir. Elijo seguir creyendo.
Me duele más el alma que el cuerpo.
No por lo que ocurre con los pacientes, sino por lo que no ocurre con los médicos.
Porque duele ver cómo la pasividad se institucionaliza, cómo nos volvemos expertos en mirar hacia otro lado, en justificar el silencio, en disfrazar la omisión de prudencia.
Pero también he aprendido que el dolor puede ser semilla.
Que la indignación puede ser motor.
Que la tristeza, si se cultiva con verdad, puede parir futuro.
No me doy por vencido.
Creo —y no de forma ingenua, sino desde la resistencia activa— en la posibilidad de cambio.
En las miradas que aún se estremecen.
En los colegas que, pese al sistema, siguen tocando con ternura el hombro del enfermo.
En los que preguntan “¿cómo estás?” como quien abre una puerta al alma.
Creo en la mejora continua no como casilla de auditoría, sino como forma de dignidad.
Como una manera de amar lo que hacemos.
Como una forma secreta y silenciosa de cuidar lo que aún no está perdido.
Hoy, más que nunca, sé que la medicina no se construye solo en quirófanos o laboratorios.
Se construye en la ética cotidiana. En el compromiso sostenido.
En la decisión —heroica y simple— de no rendirse.
Porque cada acto de compasión, por mínimo que parezca, es una rebelión luminosa contra la oscuridad institucional.
Y cada médico que elige no resignarse, construye, a contracorriente, un nuevo pacto con la dignidad humana.
Yo no quiero ser recordado como un médico correcto.
Quiero ser recordado como un hombre que eligió sentir.
Como un médico que, incluso entre ruinas, siguió creyendo.
Como alguien que, cuando todo lo fácil era rendirse, decidió seguir caminando.
No por certeza de destino, sino por fe en el espíritu humano.
Y si alguna vez he de rendirme, que sea solo ante la vida.
Nunca ante la indiferencia.