14/05/2022
JUANCITO Y SU PANDILLA
(Parte I)
Recuerdo hace algunos años atrás, creo que fueron unos catorce. Tuve la oportunidad de trabajar en un lugar de comida rápida por las noches.
Pues uno allí se gana con muchas cosas. La vida nocturna es solo para valientes y también para desenfrenados.
Los sábados no cabía un alfiler en medio de la gente que terminaba su peda comiendo un caldo de gallina.
Algunos maleducados, otros muy románticos y aquellos que no sabían quienes eran, de donde venían, a donde debían ir o que miércoles hacían frente a una pierna de gallina hervida.
Los camioneros que muy grotescos pedían su comida y otros que muy amablemente se hacían los cojudos, y se hiban sin pagar.
El hijo de la dueña que en ocasiones a la descuidada se metía al bolsillo parte del dinero de la trasnochada, y pleito al otro día por unos cuantos soles, que eran descontados al encargado de la caja.
Las meretrices que con honra llegaban con un compañero nuevo a deleitar su paladar y otras que borrachas pedían su cambio de presa o más menudencia.
Todo un alboroto, que era pan de cada noche.
Bueno. No quería hablarles específicamente de eso, sino de Juancito y su pandilla.
Recuerdo un día martes donde el alboroto era menor, ya caía las dos de la mañana, llega al local Juancito de once años de edad con una gorra negra desgastada, un polo azul manga corta, un jeans que no era de su talla y una bolsa de caramelos.
Se le veía cansado.
Me pidió permiso para ingresar y vender su producto. Le dije que SI.
Luego de vender alguno que otro caramelo de limón, se sentó, puso su bolsa en la mesa y me llamó.
— ¿Me puedes vender un caldo de tres soles?
— Claro. Te voy a dar uno que parezca de diez.
— ¿Enserio?
— Asentí con la cabeza.
— Gracias amigo.
Fui donde el caldero de ese día, un hombre bondadoso y curpulento. Y le pedí que me diera el caldo que me correspondía comer ese día.
Me miró y sonrió.
— ¿Es pal' chibolo?
— Si. Esta cansado y debe tener bastante hambre, le dije.
— Le voy a hechar bastante menudencia.
— Buenazo.
Y fue así que me dí un tiempo para conversar con Juancito, mientras el tomaba su caldo con prisa.
— Cuéntame ¿de dónde eres?
— Pueblo Nuevo.
— Y ¿tus padres?
— Vivo con mi mamá y mis 3 hermanos.
— ¿Son menores que tú?
— Si. Tienen ocho, seis y el último de cinco meses. Mi mamá lava ropa y no le alcanza la plata. Yo por eso le dije que podía ayudarla vendiendo los caramelos.
— ¿Cuanto ganas al día con la venta de tus caramelos?
— Me hago a veces cincuenta soles o sesenta. Me agarro cinco soles, y el resto le doy a mi mamá.
Amigo una pregunta.
Primero gracias por el caldo.
¿Me puedo quedar a dormir al lado del baño? He visto que hay unos cartones por ahí.
— Y ¿por qué no vas a tu casa?
— Vivo lejos y a esta hora es peligroso. Prefiero dormir por acá, y más tarde me levanto a seguir vendiendo, y como a las cinco de la tarde ya me voy a ver a mi mamá.
— Si pues es tarde. Te puedes quedar Juancito. Igual te voy a estar vigilando. Guarda bien tus cosas.
— Gracias amigo.
Era cierto, había una habitación en construcción en el local. Los albañiles dejaban sus bolsas de cemento vacías y también sus cartones. Esa noche el pequeño vendedor de golosinas durmió abrazado de su bolsa y envuelto en cartones.
Me dió mucha pena verlo tan pequeño, tan trabajador y en esas condiciones. Yo pensaba que mi situación era complicada por esos años, pero me di cuenta que otros la tenían más difícil que yo.
Aprendí que nunca hay que juzgar a nadie sin antes conocerlo. La apariencia engaña y nunca la primera impresión es la que cuenta.
Mientras tu comes bien o te quejas de la comida, otros no tiene para comer.
Ayuda a los demás, más si es un niño(a).
El amor y la bondad no cuesta, es gratis.