09/05/2025
La puerta se abrió con un crujido suave.
Eran casi las siete de la noche.
Apenas Marcos puso un pie dentro de la casa, su madre, desde la cocina, levantó la voz:
—¿Por qué llegas tan tarde? —le gritó, sin mirarlo siquiera.
—Perdón, mamá… —respondió el niño con voz baja, mirando el suelo.
Ella se secó las manos en el delantal y salió con el ceño fruncido.
—¡Mira la hora que es! —exclamó—. Seguro hiciste alguna travesura por ahí…
Y sin dejar que él dijera palabra, soltó otra frase cargada de fastidio:
—¡Niño malcri4do!
—¿Otra vez hiciste algo en la escuela?
Marcos levantó apenas la mirada. Sus ojos brillaban de tristeza.
—Mamá… ¿me perdonas? —dijo con suavidad, casi susurrando.
La mujer, molesta, no se detuvo a mirarlo.
—¡Tú y tu hermano me tienen harta!
—¡Cualquier día me van a m4tar de un inf4rto!
En ese momento, sonó el teléfono.
La madre bufó con impaciencia y lo contestó.
—¿Hola? —dijo, aún mol3sta.
—Buenas tardes —respondió una voz masculina al otro lado—. ¿Usted es la mamá de Marcos?
—Sí, soy yo —contestó, sin mucho interés.
—Soy el profesor de su hijo…
Ella, con tono áspero, replicó:
—¿Qué hizo ahora ese bueno para nada?
—Señora, por favor… necesito que me escuche —dijo el profesor, con un tono distinto. Más serio. Más lento.
Pero la madre no dejaba de interrumpir.
—¡Dígame qué hizo ese pequeño dem0nio!
El profesor hizo una pausa. Trató de encontrar las palabras más suaves. No existían.
—Marcos subió a la azotea de la escuela a jugar…
—Resbaló.
—Se cayó desde el quinto piso.
—Perdió la vida al instante.
Un silencio terrible se apoderó de la línea.
—Lo siento mucho, señora… —dijo el profesor, apenas audible.
El teléfono cayó de sus manos.
Y con él, su mundo.
—¡No… mi hijo no! —gritó la madre, cayendo de rodillas al suelo.
Entonces, en su mente, como un eco, como un látigo en el corazón, escuchó esas últimas palabras que apenas unos minutos antes había ignorado…
—Mamá… perdón por dejarte sola con mi hermanito…
Y comprendió, de golpe, todo lo que no había querido ver:
Que su hijo no era un dem0nio.
Era un niño.
Un niño que había aprendido a pedir perdón, incluso antes de saber que no tendría mañana.
Un niño que solo quería ser escuchado…
Abrazado.
Perdonado.
Y ya era demasiado tarde.
Reflexión:
No te quejes del ruido que hacen tus hijos.
No te irrites porque hablan demasiado o hacen preguntas sin parar.
Ese caos de juguetes en el piso, esas voces que llenan la casa, esos “mamá” o “papá” a cada rato…
son los sonidos de una etapa que no volverá.
Un día dejarán de llegar tarde.
Un día no habrá más gritos en casa.
Ni manos pequeñas jalando tu ropa.
Ni dibujos para colgar en el refrigerador.
Ni disculpas a medio pronunciar.
Porque los hijos crecen.
Y a veces… se van demasiado pronto.
Ámalos mientras puedas.
Escúchalos mientras están cerca.
Perdónalos sin hacerlos suplicar.
Y recuérdalo siempre: hay palabras que, si no se dicen hoy, ya no se podrán decir mañana.
¿Qué quieres que tus hijos recuerden de ti?
—Que gritabas por todo…
¿O que sabías abrazar cuando más lo necesitaban?