21/07/2025
Lucas, el patito flojo
Una historia de ternura, berrinches y una gran lección
Por Blanca Vázquez
En la tranquila laguna de los Sauces, donde el agua brillaba con el reflejo del sol y los juncos se mecían al ritmo del viento, vivía un patito llamado Lucas. Era pequeño, de plumas suaves color mantequilla y unos ojitos grandes que siempre estaban buscando excusas para no hacer lo que debía.
Cada mañana, su mamá —una pata paciente y cariñosa llamada Matilda— lo despertaba con un beso en la frente y una voz suave:
—Lucas, mi amor, es hora de ir a la escuelita del lago.
Pero Lucas se revolvía en su nido de hojitas y decía con puchero:
—¡No quiero ir! ¡Me duele la patita! ¡Tengo frío! ¡No me gusta estudiar!
Y sin falta, lloraba, pataleaba, escondía su mochilita de alga y hacía tanto berrinche que los peces del lago ya lo conocían como “el patito flojo que no quería aprender”.
Matilda suspiraba, pero no lo forzaba. Sabía que cada patito tiene su tiempo. A veces, simplemente lo abrazaba y le susurraba:
—Algún día lo entenderás, hijito. Aprender es un regalo, no un castigo.
Los días pasaban, y Lucas veía cómo sus amiguitos regresaban de la escuela contando cuentos, cantando canciones y mostrando dibujos hechos con hojas y piedritas. Él solo se cruzaba de alas y decía que eso no era para él.
Una tarde de lluvia, Lucas salió a jugar cerca de la orilla cuando escuchó un grito ahogado:
—¡Ayuda! ¡Auxilio!
Era su amiga Clarita, la ranita saltarina, que se había resbalado y había caído en una parte profunda del lago. Lucas quiso correr a buscar ayuda, pero no sabía leer las señales que los castores habían puesto para emergencias. Tampoco sabía contar hasta diez para dar su ubicación, ni sabía cómo comunicarse con el pato maestro que siempre andaba cerca.
Se sintió pequeño. Incapaz. Torpe. Mientras corría de un lado a otro sin saber qué hacer, el castor Benito —quien sí había ido a la escuela— vio el alboroto y acudió al rescate. Clarita fue salvada a tiempo, pero Lucas no podía dejar de llorar.
Esa noche, entre sollozos, le dijo a su mamá:
—Mami... si yo hubiera aprendido a leer, si supiera qué hacer... tal vez yo podría haber ayudado.
Matilda lo abrazó fuerte y acarició su cabecita mojada.
—Hijito, todos cometemos errores. Lo importante es aprender de ellos. La escuela no solo es para sumar o escribir, también te da alas para ayudar, para pensar, para volar más alto.
Al día siguiente, sin berrinches ni pretextos, Lucas se puso su mochilita y fue el primero en llegar a la escuelita del lago. Saludó al maestro Pavo Real con una reverencia graciosa, y aunque al principio le costaba poner atención, su corazón ya estaba dispuesto.
Con el tiempo, Lucas se convirtió en uno de los patitos más dedicados. Era curioso, preguntón, y sobre todo, muy generoso. Ayudaba a los nuevos alumnos, escribía cartas con dibujos para su mamá, y cada vez que alguien decía “no quiero ir a la escuela”, él respondía con una sonrisa:
—A veces da miedo empezar… pero lo bonito empieza justo ahí, donde decidimos intentarlo.
Desde entonces, en la laguna de los Sauces, ya no lo llamaban “el patito flojo”, sino Lucas, el valiente que aprendió a volar con la cabeza y el corazón.
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Moraleja:
A veces, la escuela parece una carga… pero en realidad, es el lugar donde se siembran las alas del alma.
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