07/28/2025
Todavía recuerdo esa etapa de mi camino en la que algo dentro de mí empezaba a sentirse más en paz… pero yo aún no lo sabía. O quizás no me atrevía a aceptarlo del todo.
No porque no lo sintiera, sino porque por fuera no se veía como yo pensaba que “estar bien” debía verse.
Cuando alguien me preguntaba cómo estaba, dudaba. Me escuchaba decir cosas como: “ahí la llevo”, “así no era yo antes”, como si necesitara advertir que lo que veían no era mi mejor versión. Y sin embargo, algo dentro de mí sabía que esa versión anterior tan funcional, tan presentable, tan sonriente tampoco había sido completamente yo.
Y esta nueva… más desarreglada, más sola, más emocional… esa sí se sentía más mía.
Aun así, me justificaba. Disfrazaba mi cambio con frases, cuidándome de lo que pudieran pensar. Y en ese esfuerzo por suavizarlo todo, le restaba valor a lo más verdadero: que algo en mí, por fin, estaba en su lugar.
Pero claro, no era una paz de las que se suben a redes sociales. Era una paz más honesta que perfecta. Desde afuera podían verme más gordita. Con menos maquillaje. Con menos ganas de socializar. Lejana de ciertos círculos, incluso de mi familia. Y quizás, a los ojos de otros, eso no era estar bien. Pero para mí… era exactamente lo que necesitaba.
Dejar de sostener todo.
Estaba más sola, sí. Pero al fin, conmigo.Más desbordada, pero más real. Más callada, pero más clara. Más desordenada, pero descansando de tanta exigencia.
Y entendí que el reto no era sentirme bien. Era darme permiso de estar bien así, tal cual.
Porque afuera todo parecía decirme que estar bien es verse en forma, en equilibrio, en compañía. Y yo estaba justo en lo contrario. Y, sin embargo… estaba mejor que nunca.
Había soltado vínculos, etiquetas, expectativas. Y lo que apareció en su lugar fue una forma nueva de habitarme: más libre, más intuitiva, menos preocupada por parecer.
Claro que NO llegué ahí sin dolor!
Hubo uno profundo.
El de perder lo que más amaba.
El de no tener el control.
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