09/10/2024
Hay muchos pozos que no cesan de caminar conmigo, pozos que vienen de regiones lejanas. Lo sé por su vacío, por su falta de huesos de melocotón y de los dedos que se esforzaron en dejarlos caer en ellos, una de las formas de ocultar la huida de los miembros a los lados sombríos, por la completa ausencia de peleas en sus bordes, peleas que pensé que nunca desaparecerían y seguirían siendo guardianas de unos pozos cuya tierra encuentro a menudo al despertarme ocultando el color de las almohadas. Pozos sin profundidad para llenar las noches o para que los rostros que se hundieron puedan volver a fluir. Sin anchura ni longitud suficientes para que los libros pasaran por ellos antes de que alguien los persiguiera. Son los pozos que erróneamente creí que cicatrizarían con el tiempo, pozos que no sabía que me delatarían en la primera hoja, que me destaparían y aparecería con mi hierba amarilla y seca, pozos que siempre me adelantan y me preceden a las habitaciones,
me preceden a mi ropa.
Esos pozos que no dudan a veces en sus ratos libres y cuando no tienen nada que hacer en distraerse con perforarme profundamente y hacerme fragmentos que van tirando uno a uno al corazón de la escritura para que ennegrezca, me retuerza y lance un gemido allí para que emane de mí un olor, el olor de aquellos cuyos pozos los dominaron, los tiranizaron y les designaron todo el hambre de los pozos.