11/20/2025
𝐂𝐮𝐚𝐧𝐝𝐨 𝐞𝐥 𝐜𝐮𝐞𝐫𝐩𝐨 𝐞𝐧𝐯𝐞𝐣𝐞𝐜𝐞 𝐩𝐨𝐫𝐪𝐮𝐞 𝐨𝐥𝐯𝐢𝐝𝐚 𝐪𝐮𝐢𝐞́𝐧 𝐞𝐬
Por Miguel Á. Baret, PhD
Con los años he ido entendiendo algo que jamás sospeché en mis primeros años de estudio, cuando creía —como casi todos— que el cuerpo envejece porque simplemente “se gasta”. Esa idea romántica de que somos como una máquina que, por uso, pierde piezas… no aguanta ya ni un examen superficial. Lo que realmente se pierde no es el metal, sino el manual de instrucciones. No es la maquinaria, sino la información que la maquinaria necesita para saber qué hacer. El cuerpo no se arruga por viejo: se desorienta.
Todo comienza en un lugar tan diminuto que nuestra mente apenas puede imaginarlo: los patrones epigenéticos. Cuando somos jóvenes, ese sistema trabaja como un bibliotecario genial, que sabe exactamente qué libro sacar, en qué estante colocarlo y en qué momento hacerlo. Pero el paso del tiempo convierte al bibliotecario en un pobre archivero agotado: mezcla tomos, confunde capítulos, subraya lo que nunca debió subrayar y olvida lo esencial. Y entonces nuestras células empiezan a tartamudear su propia identidad. Ya no están tan seguras de quiénes son ni de lo que deben hacer.
De esa torpeza nacen casi todas las desgracias del envejecimiento.
Las mitocondrias —esas pequeñas fábricas de energía que jamás se quejaron en nuestra juventud— empiezan a funcionar con la misma lentitud con que uno enciende un carro viejo en una mañana fría. Producen menos energía, acumulan más basura, se oxidan, pierden el temple eléctrico que las mantenía vivas. Sin energía, no hay músculo que aguante, memoria que se sostenga, metabolismo que responda, ni ánimo que no flaquee. Es como vivir en un país con apagones rotativos: uno nunca sabe cuándo se apagará la próxima luz.
Mientras tanto, un ejército silencioso comienza su sabotaje: las células senescentes. No viven, pero tampoco mueren; no trabajan, pero estorban. Son como esos muebles viejos que uno no quiere botar, pero que empiezan a ocupar el espacio donde debería haber orden. Y estas células zombis —porque zombi es exactamente lo que son— liberan una lluvia tóxica que inflama, que irrita, que degenera. No se regeneran, pero impiden que el resto se regenere. Y lo hacen sin prisa, pero sin pausa.
Las células madre, que fueron nuestra garantía de reparación durante las décadas más felices del cuerpo, también empiezan a fallar. Antes bastaba un chispazo para activar un proceso de reconstrucción; ahora necesitan discursos motivacionales, permisos, condiciones ideales… que casi nunca se dan. Y cuando ellas fallan, fallamos nosotros. La curación deja de ser respuesta natural y pasa a ser milagro ocasional.
Por si fuera poco, la célula enfrenta otro drama: su reloj interno —los telómeros— se acorta. No es la causa absoluta del envejecimiento, pero sí un recordatorio de que el tiempo tiene límites, incluso para la biología. Cada división celular es un suspiro menos en la cuenta regresiva.
Y mientras todo esto ocurre por dentro, el sistema de limpieza interna, la proteostasis, se desmorona. Las proteínas empiezan a doblarse mal, como ropa mal planchada. Se agrupan, se estorban, se vuelven basura tóxica que la célula ya no puede manejar. La autofagia —esa limpieza profunda que antes hacíamos sin esfuerzo— se ralentiza. Y cuando la casa no se limpia, el polvo se convierte en enfermedad.
El cuerpo, además, pierde uno de sus tesoros moleculares más preciados: el NAD+. Sin NAD+, no se reparan bien los daños del ADN, no funcionan las sirtuinas, no se crean nuevas mitocondrias, no se tolera bien el estrés metabólico. A los 50 años ya hemos perdido más de la mitad de este recurso. A los 60, la pérdida es dramática. Y sin NAD+ no hay juventud posible, ni mental ni biológica.
Todo este escenario sería suficientemente oscuro si no existiera otro enemigo que opera en silencio: la inflamación crónica. Esa inflamación que no duele… hasta que ya es demasiado tarde. Proviene del intestino que se vuelve permeable, de la grasa visceral que se inflama, de la glicación que daña proteínas y arterias, del estrés que oxida, de los zombis celulares que sabotean desde dentro. Se llama inflammaging, y es el incendio forestal más lento, pero más devastador, del envejecimiento humano.
Y como si la obra necesitara un acto final, el sistema endocrino —las hormonas que alguna vez definieron nuestra vitalidad— se apaga. La testosterona, la DHEA, la T3, los estrógenos, la progesterona, la GH, la melatonina… todas empiezan a declinar. Ya no anuncian juventud, sino que silenciosamente confirman un deterioro progresivo. No es solo que haya menos hormonas: es que los receptores ya no quieren escucharlas. Es un diálogo entre sordos.
Cuando uno junta todas estas piezas —la epigenética perdida, las mitocondrias fatigadas, los zombis celulares, el agotamiento de células madre, la caída del NAD+, el incendio inflamatorio, la falla proteica, los telómeros cortos, el apagamiento hormonal— entiende algo sencillo pero doloroso: no envejecemos porque nos gastamos. Envejecemos porque nos desinformamos.
El cuerpo no muere por viejo.
Muere por olvidar quién es.
La esperanza, sin embargo, también está escrita en la biología. Cada uno de esos mecanismos puede frenarse, modularse, revertirse o reescribirse. La ciencia ya no mira el envejecimiento como un destino inevitable, sino como un programa que puede editarse. Alimentación, ritmos metabólicos, restauración mitocondrial, hormonas bioidénticas, senolíticos, epigenética avanzada, estilo de vida… todo suma para devolverle al cuerpo su memoria.
Al final, más que vivir más años, se trata de recuperar la conversación interna de la vida: ese lenguaje celular que, cuando se aclara, rejuvenece. Porque la edad —esa palabra tan pesada— no es otra cosa que la distancia entre lo que fuimos y la información que aún conservamos. Y toda buena intervención antienvejecimiento, en el fondo, no es más que un acto amoroso de recordar.