08/11/2025
Extraño…
Despertar a las 6:00 a. m., envuelto en el cálido abrazo y el beso de mi mamá, seguido de sus palabras de amor:
—¿Onta mi tielnito, el bebé de la cata?
Al fondo, el cassette de cumpleaños giraba en la ruidosa grabadora negra. Me levantaba emocionado, me ponía mis chinelas Rolter, me limpiaba las lagañas y me enjuagaba la boca a toda prisa. Luego me sentaba en el patio trasero, convencido de que sería un gran día. Observaba a los patitos caminar, escuchaba la algarabía de los chocoyos devorando guayabas, y el gallo desgallitándose para intentar vencer con su canto al cucurucú del vecino.
Extraño…
Abrir los ojos mientras el DVD reproduce un disco y en la pantalla de la TV se proyecta un video. Escuchar la voz enérgica de mi mamá:
—¡Felicidades, mi niño!
Bañarme, ponerme la ropa más bonita —esa que apenas usaba en todo el año—, aguardando con ansias ese día especial. Preguntarle qué me iba a regalar, aun sabiendo de memoria su respuesta. Partir mi pastel, coronado con figuras de Gokú que, al día siguiente, debíamos devolver a Pastelería Claudia.
Extraño…
Molestarme al escuchar, desde muy temprano, el CD rayado en la grabadora gris plateada. Sacar el cuerpo de la cama miembro por miembro, desperezarme con un estirón y poner la peor cara posible para evitar felicitaciones. Pero, aun así, escucharla decir:
—Felicidades, hijo, Dios te bendiga.
Y a mi hermana:
—Felicidades, flaco.
Extraño…
Quedarme acostado casi una hora escuchando, en el parlante Bluetooth, las Bendiciones de Dios en las voces de Peter Manjarrés y Sergio Luis Rodríguez. Esperar a que se cansaran de la música cumpleañera y cambiaran a sus alabanzas de siempre. Seguir mi día sin esperar nada especial y, al final, acostarme junto a ella hasta quedarme dormido, con mis dedos enredados en su cabellera.
Extraño…
Ser su niño tierno todos los once de agosto. Eso extraño. Porque, aunque los años trajeron nueva tecnología, su manera de amarme seguía ahí. Distinta, sí, pero intacta en esencia: ya no pronunciaba las mismas palabras, pero la mirada seguía siendo de amor. Y aunque su voz callara, yo podía escuchar su alma; aunque sus manos ya no me abrazaran, podía sentir su espíritu envolviendo al mío, sus labios besando mi frente… y para mí, eso siempre fue suficiente.