08/07/2025
MATAJI NOS CUENTA:
“TENGO QUE IR A LA INDIA”
Estaba yo comiendo con una amiga que acababa de llegar de Europa a Bombay (1931). La India se le presentaba como la novedad más intrigante y excitante, exactamente como se me había presentado a mí cuatro años antes, cuando llegué allá por primera vez.
—¿Ha visto el campamento de los yoguis en la playa de Chowpatty? —me preguntó al enterarse del interés que me despertaba todo lo relativo a la India—. Llegaron ayer y he de confesarle que me muero de curiosidad por verlos más de cerca. ¿Por qué no vamos allá esta misma noche? —me insistía, con la esperanza de que yo no la dejaría plantada como lo habían hecho otras amistades suyas, quienes le habían advertido que era sencillamente una locura mezclarse con el gentío de la India, una de las cosas que a toda
costa debía evitar cualquier “mujer blanca” visitante de la India.
Aquella tarde anduvimos vagando por entre filas de sombrillas en forma de hongo clavadas en la tierra, debajo de cada una de las cuales se sentaba un hombre. Esta gente extraña, casi completamente desnuda, con los rostros y los cuerpos cubiertos de ceniza, parecía un grupo de cómicos o de acróbatas en atuendo gris y maquillaje oscuro. Sus fantásticos peinados eran como
enormes nidos de pájaros colocados sobre sus cabezas y parecían rígidas pelucas, amarillentas por el estiércol de vaca que las empastaba. Siendo buenos fanáticos religiosos, una gran parte de la muchedumbre india los respetaba como a personas sagradas.
—¡Oh, mire! —exclamó mi amiga, entusiasmada y señalándome a uno de aquellos varones que estaba tranquilamente erguido y vertical sobre su cabeza.
—Pero... ¿se puede saber para qué está haciendo eso? — pregunté
extrañada.
—Para agradar a Dios —contestó uno que pescó al vuelo mi pregunta.
No pude menos de comentar con cierta ironía esta idea extraordinaria de tratar de agradar al Maestro Celestial, y confesé que mi idea de los yoguis hindúes era completamente distinta.
—Pero ocurre que estos no son verdaderos yoguis —exclamó con
desdén un joven que formaba parte de un grupo de estudiantes—. Estos sucios mercenarios, falsificadores y farsantes. Lo único que hacen es destruir el prestigio de la India ante forasteros como ellos. Hacen exhibición de toda clase de prácticas estrafalarias para atraer la curiosidad de los turistas, quienes les abren sus bolsos, o bien posan como hombres santos ante nuestras multitudes ignorantes, las cuales los adoran y alimentan.
Estos sadhus lo único que hacen es embaucar al público, sirviéndose de ciertas prácticas del yoga. Un auténtico yogui jamás haría por dinero una exhibición de sus poderes ni se jactaría de poseerlos —concluyó el joven en tono indignado. Cuando volvíamos a casa, después de media hora de estar entre los sadhus que llenaban la playa, volvimos a ver al mismo hombre que
seguía cabeza abajo en absoluta inmovilidad. Hubiese o no hubiese trampa y engaño, lo cierto es que yo estaba francamente impresionada.
Al parecer, el gobierno británico estaba siendo esta vez muy benigno con ellos y les permitió acampar durante dos semanas en el centro mismo de la ciudad, con la esperanza de que estos “hombres santos” reavivaran el sentimiento religioso de las masas y las apartaran de seguir el movimiento de Gandhi, que iba progresando día tras día.
Estos sadhus acababan de volver de Nasik, una ciudad de las cercanías, en donde habían participado en un festival religioso. Habían conseguido allí un permiso especial que los autorizaba a caminar desnudos en medio de la procesión que se celebraba en el templo, según los antiguos ritos. Sin embargo, se entendía que este desfile debía haberse celebrado por la noche.
Los oficiales del orden público estimaban que la desnudez de sus cuerpos oscuros apenas se percibiría en la noche. Pero los hindúes habían sido más listos que ellos y llevaron enormes lámparas de acetileno a lo largo de la ruta de la procesión y convirtieron la noche en día.
Los periódicos informaron que el frenesí religioso de la multitud
había alcanzado tal nivel de exaltación que hubo muchos individuos que perecieron pisoteados por querer acercarse demasiado a estos “hombres santos”, con objeto de tocarlos físicamente para adquirir buena suerte, según creían.
Al día siguiente de nuestra excursión al campamento sadhu, alguien
me dio un libro escrito por el yogui Ramacharaka. Despertó en mí cierta afinidad familiar en cuanto empecé a leerlo. Hice lo posible por recordar cuándo y dónde había oído antes aquellas palabras. De pronto me sentí transportada en alas de la memoria a los años anteriores a la revolución moscovita. Me vi trepada en una pequeña silla de brazos, escuchando boquiabierta a un amigo que me estaba leyendo en voz alta páginas de un libro cuyo aspecto había atraído mi atención al verlo en su biblioteca. Se trataba de una traducción rusa de las Cuarenta lecciones sobre filosofía yogui y
ocultismo oriental. Estas palabras me llevaron a otro mundo completamente nuevo y, sin embargo, extrañamente familiar e íntimo.
—¡Yoga! ¡India! —exclamé en voz alta con el corazón palpitante—
¡Tengo que ir a la India!
Extracto tomado del libro “POR SIEMPRE JOVEN POR SIEMPRE SANO “ de Indra Devi -Colección Walkiria.-Editorial Del Fondo